“Necesitas conocer tus límites. Si no los conoces, entonces chocas con las barreras artificiales de tu presunción y de la expectativa de tus prójimos. Pero tu vida no tolera ser contenida por barreras artificiales. La vida quiere saltar por encima de tales barreras y en ellas tú te disocias de ti mismo. Estas barreras no son tus límites reales, sino una limitación arbitraria que ejerce una violencia inútil sobre ti mismo. Intenta por eso encontrar tus límites reales. Nunca se los conoce por anticipado, sino que se los ve y se los comprende sólo cuando se los alcanza. Pero esto también te sucede sólo cuando tienes equilibrio. Sin equilibrio, caes por fuera de tus límites sin darte cuenta de lo que te ha sucedido”. (C. G. Jung, El Libro Rojo)
El difícil y maravilloso arte de esculpir los límites. Poner en palabras lo que puedo dar y lo que no puedo. Lo que quiero y lo que no quiero. En la vocación, en los vínculos, en la vida. Lo que sí y lo que no.
Más allá de los pedidos externos, de las demandas externas, o incluso de las tiranías internas.
Conocer los límites: algo que solo puede acontecer “cuando se los alcanza”. Pero para eso hay que estar en vela, y disponerse a frenar.
Autohabilitarse en esos límites, porque el trazado de esa línea es algo que no se puede delegar.
Sostener los límites: porque una vez vislumbrados y habilitados, al principio también se deshilachan fácil y la maleza crece por la noche cual baobab alocado.
Bancarse la herida de no poder serlo todo para alguien, de no poder darlo todo, o que el otro no te pueda dar todo. Navegar culpas, enojos, tristezas, miedos.
Pero también saber que después del “no”, el “sí” brilla más, como si el sol amaneciera en ese instante, y el alma respirara aliviada. Un “sí”, que también es único e indelegable.
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