En la antigua región del Lacio, cuya capital era Roma, el solsticio de invierno coincidía con la celebración de las famosas Saturnales (en honor a Saturno, dios romano de la agricultura). Eran días de grandes banquetes, de intercambio
de regalos, de descanso. Pero quizás una de las observaciones que más me quedaron resonando de estas festividades es que además (o sobre todo) coincidían con el momento de la finalización de los trabajos en el campo. La tierra había sido trabajada y sembrada. Ahora era momento de esperar. Y esperar. Tiempo de no hacer, de soltar, de no interferir con el crecimiento de la semilla en la tierra. Tiempo, también, de la mayor oscuridad.
En el hemisferio sur estos días coinciden con el solsticio de verano, pero sabemos que tanta luz a veces también puede ponerse un poco oscura, los opuestos puede que no estén tan lejos después de todo. Y tal es así que acá estos días también coinciden con época de cierres: corridas de último minuto, “¿hice lo suficiente?”, “¿quizás todavía puedo hacer algo más?”, “¿qué me faltó hacer?”, o: “¿Qué pasa que el brote no asoma?
Entre la siembra y la cosecha, aparece un momento de transición, de vacío, pero también de incubación, de sostener “entregando”. Momento de sólo ver la tierra negra, en el cielo oscuro, y nada más. Y entonces, quizás verse cara a cara con la confianza, ese delicadísimo punto entre el hacer y el no hacer, entre el saber sostener y el saber soltar. Un punto tan frágil… Y quizás tan fuerte.
Comments