Hace tiempo que venía con un tironeo interno, de esos que saben a encrucijada y a opuestos inconciliables. ¿Te pasó alguna vez? ¿Como ese juego de la soga, unos tirando de un lado, otros del otro, y vos en el medio, viendo quién suelta primero…?
Así estaba… una mañana me levantaba queriendo vivir en la naturaleza, añorando el cielo estrellado de campo, pisando descalza la tierra mojada cual cable al centro interior y estando cerca del agua y del aroma a bosque, esa autopista directa a la calma. Pero no pasaba mucho tiempo y a la mañana siguiente algo me volvía a traer a la ciudad, a sus comodidades, a esa amiga de la que elijo estar más cerca, a ese restaurante italiano atendido por italianos a cuadras de casa y que me conectan con escenas de la memoria que viví alguna vez en otra ciudad del otro lado del charco. Naturaleza o ciudad, esa era la cuestión. Contundente. Abismal.
Y así iba y venía, hasta que la pareja de esa amiga mandó un video al grupo de whastapp, sí, uno de esos videos que suelo pasar de largo y no abro nunca, pero esta vez lo abrí: eran escenas de algunas ciudades sostenibles en Holanda que iban por el camino de reducir la huella ecológica. Por ejemplo, promoviendo el uso de bicicletas como es el caso de Houten, una ciudad especialmente diseñada para peatones y ciclistas. O promoviendo intensamente el uso de fuentes de combustible alternativas, diseñando rutas con baterías solares cuya energía se usa para iluminar las calles o recargar vehículos eléctricos. O generando mayores espacios verdes y protegiendo a los animales salvajes a través de la construcción de ecoductos: puentes que protegen el paso de los animales en los bosques.
Y por un momento imaginé que una ciudad quizás no tenía por qué oponerse o ir tan en contra de la naturaleza: que una ciudad puede ser más silenciosa, más verde, con aire más limpio, con mayor sustentabilidad. Que esa soga del juego más que separar, podía también unir. Sí, parece estar lejos. Y no sé si eso resuelve mi tironeo interno. ¿Pero te lo imaginás?
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